Un sábado cualquiera, en este caso mi sábado, no te despiertas de un salto, ni te miras al espejo, ni sonríes, madrugar es impensable, cualquier hora es válida para remolonear un poco. Por desgracia, mi sábado tiene una hora límite, la una del mediodía, a la cual tengo estar arreglada y preparada para poder recibir mi clase de equitación. Atención a la palabra poder, pues no sólo indica posibilidad, también expresa que la haya o no, a la una, con todos sus inevitables contratiempos, tú y el caballo, tenéis que estar listos a en punto. Se entiende por contratiempos cosas tales como los atascos con el coche para llegar a la hípica, incoherentes cambios de posición en relación con las cuadras y las bridas (es decir, parece como si el caballo hubiera desaparecido, con todo su equipamiento), oportunas enfermedades o heridas que solo pueden percatarse una vez que ya te sientes orgullosa de tener a tu équido amigo elegante y a tiempo, y diversos problemas que aunque no sabes cómo, ocurren. Y aún así no puedes evitar sentirte orgullosa cuando cuentas, que al fin y al cabo, llevas diez años montando a caballo. Diez años que se esfuman cuando cometes los mismos errores que cuando tenías cinco años.
Odio las agujetas, la octava plaga, el último de los males que escapó de la caja de Pandora, el terror del movimiento, recuerdos que sufres los lunes, cuando te acuerdas que aún quedan cinco días para el viernes.
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