lunes, 17 de noviembre de 2008

La Carta de la Sirena

Quisiera llorar, Mar, pero los peces no lloran. Quisiera perderme en tus aguas y aprender a olvidar, pero mi corazón no perdona. Veo mi rostro reflejado en las aguas serenas de estas islas, tan frías como tu alma, Mar.

Desearía romper esa foto mía que se graba en tu espejo líquido y desvanecerme en espuma y polvo. Morir querría, si tuviera vida, mas soy sirena... mas soy inmortal.

Nos hiciste medio peces, para encarcelarnos en tus dominios salados y someternos como a esclavos. Con rostro y torso humanos, tan sólo para que se nos pudiera amar y ser la perdición de los barcos, acercarlos a las rocas con un canto maldito, obligarlos a encallar y así saciar tu voraz apetito de almas, Mar. Pero en lo que nunca pensaste es que todo lo amado, acaba aprendiendo a amar.


Sola entre las olas, aún puedo lamentar el daño que llegué a causar.

Las tormentas se alejan y a todo llega una inusual calma. Se creen seguros los marineros cuando una melodía penetra por sus oídos y arrebata su razón. Sus corazones se encogen de miedo y pasión, saben que seremos su final, y aún así los barcos se ven atrapados en nuestra sutil tela de araña. Algunos gritan de horror al reconocernos, pero ya es tarde, sus días fueron contados. Y con risa cruel, nos desvanecemos en tus turbias aguas, dejando atrás, tan sólo, el triste eco de una canción.


Fue en una ocasión así, cuando conocí a un hombre que fue capaz de esquivar las rocas que la muerte y yo habíamos escogido para su perdición. Llegó en una barca chiquita que logró llegar hasta mí y esquivar mi afilada trampa. Me embargó la curiosidad, yo era el cazador y él mi pequeña presa, y ninguna presas había osado mirarme con aquel desafío que se intuía en su mirada.

Podía haber invocado una ola que habría destrozado sin piedad su diminuta embarcación y abandonarle allí a merced de las mareas, y sin embargo dejé que siguiera con vida, dejé que se fuera. Pero al cabo de un rato me di cuenta de que esas no eran exactamente sus intenciones, no se iba; me estaba impacientando. Solamente me observaba.

Le pregunté que qué quería y no quiso contestarme, hice ademán de marcharme, pero me llamó y me dijo que esperara, que yo era hermosa. Solté una carcajada y le respondí al marinero que lo sabía, que el pecado del Mar era la belleza y que por eso los seres más horripilantes se hallaban en los abismos donde la luz ocultaba sus arrugados rostros, y de paso, le incité a que se volviera a tierra firme, porque mi paciencia tenía un límite y en cualquier momento me podía cansar y mandarle con ellos. Sonriendo sentenció que yo no lo haría, mis siguientes palabras fueron que por qué, “Porque tus ojos brillan y son dos perlas, porque jamás había observado mayor tesoro en todo el mar” respondió insolente el marinero.


Esbocé una sonrisa y acaricié con una mano mi pelo revuelto, mecido al viento. Con dos perlas comparó mis ojos, con dos estrellas comparo yo los suyos, tan lejanos y profundos que dudo que algún día pueda nadar y llegar hasta ellos. Yo le obsequié con dos perlas, jamás él me ofreció dos estrellas. Se quedó mirando las perlas mientras yo abandonaba el lugar, y me sumergía en ti, Mar. Quiso saber si me volvería a ver. Simplemente yo no le contesté.

¡Qué bien engañaste a los humanos! Adornando a tu más preciado asesino de belleza y bondad, camuflando sus atributos monstruosos. Tú no perdonas, eres cruel y vanidoso, y te enamoraste de la Tierra a quien acaricias sin cesar, a quien arrullas y escribes poemas. Pero ella es sorda y ciega, y jamás será tuya. Te odia, mezquino Mar, demasiada sangre de su vientre hiciste derramar en tus entrañas, por ello será polvo y sangre lo único que obtendrás de ella. ¡Ay, mar enamorado! Orgulloso y desesperado, te sientes humillado y engañado, tu corazón líquido se topo con uno de dura roca. Me resigno y soy tu servidora, por ello amé y luego no fui amada.


Durante mucho tiempo me pregunté que era aquella extraña sensacion que comenzaba a nacer en mi pecho, aquel fuego frío que nacía en mis entrañas. No pensaba, no veía, nada me importaba... salvo él. Sus ojos, su mirada, su rostro... y entonces, por primera vez, comprendí que estaba atada a tus aguas saladas y a tus fríos designios. Tú querías su alma, yo la quería para mí. Tú le elegistes para tu morada, yo le elegí en mi corazón. Sirena tonta, mar caprichoso; no era una buena mezcla.

Sin saberlo, le entregué mis sueños. Sin darme cuenta me robó algo más que un un beso. Volvimos a vernos, Mar, no pude resistir aquella llamada, mucho más fuerte que cualquiera de las ataduras que en el principio de los tiempos me impusistes. Deseaba tanto encontrarle, asirme a su cuello y acabar entrelazados en un beso. Sentir el roze de su piel, volver a encontrar en sus dos ojos el brillo de mis estrellas. Creía que lo entenderías.

Cuando regresé, allí me esperaba. Tenía la piel blanca y medio cuerpo se había sumergido en el agua. Estaba frió y no temblaba. No sentía, estaba gris. Los ojos entrecerrados y la mirada perdida. El rostro tan pálido y tranquilo, las manos tan inmoviles.

La barquita casi hundida, entre las rocas se había hecho astillas.