domingo, 1 de febrero de 2009

A la manera de Galdós

En las calles de la ciudad olvidada se asomaban, como dos serpientes vigilantes a ambos lados de la acera, diecisiete veces puntuales a lo largo de una semana, las muchedumbres que acudían expectantes la llegada de la silenciosa procesión. Las primeras filas aburridas y dominantes, tan sólo dejaban pasar a las criaturas más pequeñas y de menor edad, no fueran a quitarles la fantástica vista que tantas horas les habían costado esperar. Las últimas filas, más alegres y sumisas se afanaban por escalar posiciones y lugares, llegando incluso a coronar alféizares y pedestales. A medida que la calle tiembla por el bramido de los tambores, un murmullo excitado recorre las aceras. Ahora nada se escucha, las luces se apagan y se logra apreciar el sonido de unos lentos pasos acompasados. Sólo pipas que en la boca comenzaban a abrirse y flashes de cámaras ejercían de fondo en la quietud de esta melodía. La euforia del final de la espera se manifiesta en respeto profundo. Ni un rumor, ni un suspiro. Silencio. Los abrigos de colores dispares se rebelaban contra el uniformismo de los capirotes rojiblancos. Las caras coloradas de frío recorrían con la mirada las máscaras de los encapuchados buscando a algún amigo o conocido. La cofradía avanza tranquila pero sin prisas, la bata blanca arrastra por el suelo, con monotonía pasiva. Solo el gesto de una vela agonizante obliga a los cofrades a recurrir al gesto.